Algunos años después de la legendaria fundación de Roma por
Rómulo y Remo (753 antes de nuestra era), cuando los monarcas de la joven
ciudad se ocupaban aún de los rituales religiosos, el segundo rey de Roma, Numa
Pompilio, consideró que sus sucesores tendrían que ocuparse de la guerra y del
gobierno de un estado cada vez más complejo, de modo que no estarían en
condiciones de pensar en la liturgia. Con esa idea, Numa Pompilio decidió
entregar el cuidado de las ceremonias religiosas a un funcionario o sacerdote
que desempeñara exclusivamente esa función religiosa. Después de mucho
meditarlo, confirió esa dignidad a los pontífices, que eran los encargados de
cuidar el puente sobre el río Tíber, una tarea que en aquella época revestía
enorme importancia política y militar, además de religiosa. En la palabra
pontifex se fusionan pons, pontis 'puente' y facere 'hacer', en alusión a su
actividad: cuidar el puente.
Algunos siglos más tarde, Julio Cesar decidió asumir la
dignidad de Pontifex Maximus 'sumo pontífice', 'el mayor de los pontifices',
para indicar así su posición de jefe no solo civil y militar, sino también
religioso. A partir de Augusto, este título quedó vinculado al de emperador
durante varios siglos, hasta la llegada al poder de Constantino (306 d. de C.),
quien adoptó el cristianismo como religión oficial del Imperio. Fiel a la
tradición consagrada por sus predecesores, Constantino siguió usando durante
algún tiempo el título de Sumo Pontífice, ahora como representante de Cristo.
Pero los obispos de Roma no demoraron en reivindicar para sí la condición de
únicos representantes de Cristo en la tierra y acabaron por incorporar el
título de Pontifex Maximus, que los papas ostentan hasta hoy.
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